Primero, la música: click aquí (es mejor si no cierran la ventana que se habrá abierto al clickar, si la dejan de fondo mientras leen las líneas que siguen).
Y, luego, la anécdota que le cuenta Kiko Veneno al periodista que luego va a escribir Debo ser muy buena presa cuando tengo tantas escopetas apuntándome, durante una entrevista para Ruta 66:
Joe Dworniak me dijo «Hay ahí un tío con un sombrero del oeste que estaba fumándose un cigarro y ¿sabes dónde lo ha apagado antes del embarque porque no tenía otro sitio? En la mano». Le dije: «Coño, ese es El Cabrero».
¿Lo pondrás en tu libro?
Lo puso, claro.
Debo ser[1] muy buena presa cuando tengo tantas escopetas apuntándome, aparte de lo que tiene de película del oeste por la estampa de su protagonista (José Domínguez Muñoz, Aznalcóllar, provincia de Sevilla, 1944) —también por su carácter— es, entre otras muchas cosas, un ejercicio notable de concisión: no llega el grueso de la novela a las cien páginas y nada nadita nada se echa en falta, tampoco.

La ilustración de la cubierta es de Jordi del Río.
Arranca la historia con un debate en el seno de la redacción de la Rolling Stone en torno a la propuesta de uno de los redactores —el periodista vocacional— para la realización de un reportaje sobre el tipo del sombrero al que se refería Dworniak hace unas líneas. Comienza así un relato a varias voces cuyo eje central es la vida y obra del cantaor, su temperamento: «Un cantante era Tony Bennet, o Frank Sinatra, o Dean Martin. El Cabrero era un cantaor, que es bien diferente, coño». Y tanto que lo es.
Por las apenas 80 páginas desfilarán Johnny Cash, «Visto de negro por un motivo», Peter Gabriel, «Quería que todo el mundo disfrutara de la música tanto como él», e incluso Alan Lomax, «uno de los más grandes etnomusicólogos que hay, y era americano, como muchos de esos tipos de la taberna…», entre otros muchos. Los hechos que se van hilando, la historia que se va desgranando, están basados, de un lado, así lo cuenta Izquierdo, en lo que le escuchara de niño contar a su abuelo sobre este personaje tan, digamos, intenso, tan de spaguetti western: duro, impenetrable, parco en palabras, seguro de sí mismo, muy cabezón. «Esta no es una historia real. O sí». O todo lo contrario. De otro, intuyo, el autor se sirve de su propia experiencia como periodista para perfilar alguna nota sobre su oficio. Esta parte, he de decir, me hace a mí especial gracia.
-Pero es que tú lloras cada vez que ves La diligencia.
Ya, bueno.
El caso es que tengo que recomendar la lectura de este libro un poco también por los tiempos que corren, que no sé si se me va a entender, pero que lo de cantar y tomarse la vida así como lo hacía este hombre, salir por ahí con las botas manchadas de barro y sin hacer posturitas de ningún tipo, es una cosa muy de ser un rockero de pro—te doy la razón que llevas en esto, Jackon—. Y eso siempre puntúa. Siempre es motivo de alborozo y celebración. Y así lo voy a dejar. Por escrito.
En el fondo no le importó porque supo que él tampoco lo haría. Probablemente al enterarse cogió un cigarrillo y fumó mirando al horizonte en un atardecer sevillano. Porque lo que para ella era una derrota para El Cabrero sería un nuevo paso a la independencia. Un nuevo puñetazo en las rodillas. Un nuevo quejío al aire. Una buena salía.
[1] No obstante, con este sentido, la lengua culta admite también el uso sin preposición:«Marianita, su hija, debe tener unos veinte años» (VLlosa Fiesta [Perú 2000]).
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