Nel mezzo del cammin di nostra vita
Mi ritrovai per una selva oscura
Ché la diritta via era smarrittaDante Alighieri
Hace unos cuantos años visité en Gran Bretaña a un primo mío, médico de profesión, a la sazón trabajando en un centro psiquiátrico en la campiña inglesa. Me invitó a pasear por las instalaciones y, en un momento dado, pasó a nuestro lado un tipo que caminaba arrastrando los pies. De aquel hombre con aspecto de trabajador de la construcción en paro, me dijo mi primo que era un maestro de escuela que era incapaz de ponerse a hacer nada, lo cual me chocó mucho; ¿hasta qué punto podía alguien ser poseido por la inercia, perder todo impulso?
Algo más tarde, leyendo la autobiografía del pianista Oscar Levant[1], víctima del transtorno bipolar, tropecé con la descripción de uno de los peores momentos de su enfermedad: «Diría que aquel era el momento más bajo de mi vida, pero desde entonces he descubierto que el pozo no tiene fondo. El punto más bajo no existe». Esta revelación, por parte de alguien cuya brillante vida profesional se vió truncada por la manía depresiva, no se puede leer sin sentir escalofríos: presientes al leerla esa apatía con la que la Dama de Shallot (Half-sick of shadows) se deja arrastrar corriente abajo hacia su muerte… Para aquel que cae, tal vez le resulta más facil rendirse al precipicio que aferrarse a una rama y emprender una fatigosa ascensión, aún sabiendo que cuanto más se deje caer, más agotador será el regreso a la superficie.
…eran las cuatro en punto y mi cerebro ya empezaba a ser sometido al familiar asedio: pánico y dislocación, y la sensación de que mis procesos mentales estaban siendo sepultados por una marea tóxica e innombrable que arrasaba con cualquier respuesta placentera al mundo de los vivos

Lillian Gish nos enseña a sonreir en la adversidad
En Darkness Visible. A memoir of madness (Modern Library, 1990)[2], el novelista William Styron repasa su experiencia como paciente de una depresión profunda. Considero este libro, pese a lo poco atractivo del tema, una lectura necesaria, especialmente porque en estas últimas décadas, desde las alturas corporativas se ha decretado la obligatoriedad del optimismo. Tenemos que ser hormiguitas productivas y sonrientes, aún en las peores condiciones. Todo aquel que se rinda a la tristeza es censurado y avergonzado[3]. Hay que sonreir, siquiera sea como Lillian Gish en Lirios rotos[4],forzando las comisuras de la boca.
Styron explica cómo, hallándose en París para recibir un premio literario, fue atenazado por un sentimiento de fatalidad: «Me recuerdo diciéndome a mí mismo que cuando dejara París para regresar a Nueva York a la mañana siguiente, sería para siempre. Me sacudió una certeza con la que aceptaba la idea de que no volvería a ver Francia de nuevo, de la misma manera en la que nunca iba a volver a recuperar una lucidez, que se me iba escurriendo a una velocidad aterradora». Es la descripción de una mente que descubre que está atrapada en las arenas movedizas de la más negra de las melancolías[5].
Su retrato del mal, según él lo sufre, nos lleva al mundo de las disputas entre diferentes facciones de médicos sobre el tratamiento de una enfermedad que sigue siendo tan misteriosa como un continente recién descubierto. El autor será tratado por algún psiquiatra no excesivamente empático, de los que recetan específicos con la filosofía del dispara primero y ya te preguntaré por los efectos secundarios después. También relata los ataques de ansiedad, las largas noches en el que el enfermo naufraga en el insomnio sin la certeza de que el amanecer traerá consigo la vista de la mejoría. El espíritu es atenazado por un dolor que pasa al terreno físico, que se clava en la espalda y aplasta el plexo solar, allá en donde los antiguos situaban el alma o el centro de nuestros sentimientos.
De regreso a casa, no podía quitarme de la cabeza aquella frase de Baudelaire, que ahora rescataba desde un pasado distante, y que durante muchos días se había escabullido en los márgenes de mi consciencia: «He sentido el viento del ala de la locura».[6]
Styron, afectado también por la hipocondría que suele afligir a muchos melancólicos, lee todo tratado que cae en sus manos relacionado con su enfermedad, y en su deseo de aplacarla, se automedica en dosis más allá de lo recomendable, desesperado ante la lentitud con la que su cuerpo reacciona a los remedios. Algo que el autor resiente es la falta de comprensión por parte de aquellos quienes, en su estado perfectamente saludable, no comprenden el tormento de aquellos afectados por la depresión. No es una mera cuestión de «cambiar actitudes» o silbar una alegre canción: los que no la sufren no pueden concebir el infierno de aquellos que padecen la variante más catastrófica de una enfermedad que priva de todo apetito y de toda capacidad de disfrute.
En Darkness Visible se revisan las vidas de una serie de amigos y conocidos por el autor, o simplemente personajes admirados por él, todos ellos escritores o artistas, también atacados por la depresión, y que han sucumbido a ella: Ernest Hemingway, Albert Camus, Jean Seberg, Gary Romain… Styron teme acabar como ellos y llega a ver en cada objeto físico una amenaza, no por el objeto en sí, sino por la mórbida fantasía de que en un momento dado él pueda usarlo para acabar con sus sufrimientos. Es la peor etapa de su enfermedad, en la que admite un cierto componente lúbrico en sus ideas de autoaniquilación: «En verdad estas fantasías, que estremecerían a cualquier persona sana, son para la mente profundamente deprimida lo que las fantasías lascivas son para aquellos de fornida sexualidad»
El autor describe los hechos a posteriori, una vez recuperado. ¿Por qué un escritor conocido y de éxito se arriesgaría a exhibir una experiencia que cualquier relaciones públicas le recomendaría ocultar? Posiblemente, por una cuestión de servicio público, de exponer el monstruo a la luz para ayudar a otros a combatirlo. Agradezco a Styron su manera de dar forma literaria a la enfermedad, la oscura belleza con las que sus palabras acotan el vago perfil de la tiniebla y dan visibilidad a un mal tan antiguo como la humanidad. Una dolencia de la cual aún ignoramos muchas cosas, pero que el autor no duda que podrá ser derrotada por la ciencia en el futuro. Nos dice, no desespereis, no os tragueis el dolor, tened el coraje de admitir la debilidad, de pedir ayuda: no es por nada que el libro va a dedicado a su mujer, quien soportó con infinita paciencia sus malos días, aquella que sujetó su mano cuando él se hundía. Se puede salir, nos dice Styron: cuesta lo suyo, pero al final se puede.
Notas al pie:
[1] The Memoirs of an Amnesiac, publicada por G. P. Putnam’s Sons en 1965. Dado que Levant era un tipo de amplia cultura, imagino que con el título homenajeaba Mémoires d’un amnésique, del excéntrico compositor francés Erik Satie.
[2] El libro es una versión corregida y aumentada de una conferencia que Styron dio en 1989 en un simposio sobre desórdenes afectivos, y que luego publicaría como ensayo en la revista Vanity Fair. El libro fue publicado en castellano por Mondadori en 1991, como Esa visible oscuridad: memoria de la locura.
[3] La periodista Barbara Ehrenheich lanzó en su libro Smile or Die: How Positive Thinking Fooled America and the World (Granta Books, 2010) unas buenas andanadas contra el culto al pensamiento positivo acrítico. En este video podeis oir una conferencia en la que Ehrenheich resume su planteamiento.
[4] Broken Blossoms, dirigida en 1919 por David Wark Griffith
[5] Styron prefiere el término antiguo para la enfermedad, que el de “depresión” que él considera demasiado blando para describirla.
[6] El autor cita a Baudelaire en inglés «I have felt the wind of the wing of madness», la frase original de Baudelaire es «j’ai senti passer sur moi le vent de l’aile de l’imbécilité».