Hace un par de horas que terminé de leer Claus y Lucas. Estaba sentado en la terraza de un pequeño café en una zona poco turística de Praga, frente a las vías del tren. He llorado un poco, no mucho, apenas un par de lágrimas. Luego me he encendido un cigarro y lo he fumado mientras sentía una pena profunda. Luego he vuelto a casa y se lo he contado a Anna; me ha preguntado si el libro era más triste que la vida, le he dicho que no más, que igual de triste que la vida. Luego he jugado un poco con nuestro gato, Roger. Anoche de madrugada se cayó por la ventana, nos acabamos de mudar, llovía como si fuese el fin del mundo y Roger se dedicaba a recorrer las cornisas; se resbaló y se cayó. No le pasó nada, sólo se mordió un poco la lengua, pero nos asustamos, fuimos al veterinario, nos acostamos cuando amanecía.
He bajado a fumar y he seguido estando triste. Triste porque se acabe un libro como Claus y Lucas, por saber que probablemente no encontraré otro igual en unos cuantos años. Triste por lo devastador de la novela, o de las tres novelas que funcionan juntas como una gran novela.
Mientras fumo intento recordar cuándo había sido la última vez que me había sentido así. Recuerdo la representación de La habitación de Isabella de Jan Lauwers en el Teatro Español. Fui a verla solo, me dejaron entrar sin pagar y me senté en una de las primeras filas. Recuerdo llorar durante toda la última parte, con aquel monólogo imponenente de Viviane de Muynck que se alargaba hasta el infinito y aquella canción final con el lema We just go on. También sentí algo parecido con el monólogo final de Óscar Gómez Mata en la pieza de L’Alakran, Kairos, sísifos y zombies, con su madre tendida en el suelo y una gran casa para pájaros al fondo del escenario. Estos tres escenarios: el de Jan Lauwers con la NeedCompany, el de Óscar Gómez Mata y el de Agota Kristoff tienen en común sus cierres basados en grandes monólogos que hacen recuento de lo ocurrido; también son sentidos homenajes a la familia. No a la familia como ente sino a la familia privada, a la familia de cada uno.
Rebusco una página destacada en la primera novela. El gran cuaderno es probablemente la más poderosa de las tres novelas, sin que las otras dos sean menos, debido a la prosa certera, a los hechos devastadores de que se da cuenta y a su estructura singular. En ella, dos gemelos que se ven abandonados en casa de una abuela a la que no conocían, en una ciudad de la frontera en medio de la guerra, se dedican a rellenar un gran cuaderno con ejercicios para sobrevivir: ejercicio de mendicidad, ejercicio de endurecimiento del cuerpo, ejercicio de endurecimiento del espíritu. Los gemelos hablan siempre juntos, con una sola voz, y viven en una vorágine de dolor, desesperación, sexo, muerte… pero aplican una mirada tranquila y distanciada sobre la locura que son los tiempos de guerra. Encuentro la página.
Para decidir si algo está ‘bien’ o ‘mal’ tenemos una regla muy sencilla: la redacción debe ser verdadera. Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos.
Por ejemplo, está prohibido escribir: ‘la abuela se parece a una bruja’. Pero sí está permitido escribir: ‘la gente llama a la abuela «la Bruja?»’.
Está prohibido escribir: ‘el pueblo es bonito’, porque el pueblo puede ser bonito para nosotros y feo para otras personas.
Del mismo modo, si escribimos: ‘el ordenanza es bueno’, no es verdad, porque el ordenanza puede ser capaz de cometer maldades que nosotros ignoramos. Escribimos, sencillamente: ‘el ordenanza nos ha dado unas mantas’.
Escribiremos: ‘comemos muchas nueces’, y no: ‘nos gustan las nueces’, porque la palabra ‘gustar’ no es una palabra segura, carece de precisión y de objetividad. ‘Nos gustan las nueces’ y ‘nos gusta nuestra madre’ no puede querer decir lo mismo. L a primera fórmula designa un gusto agradable en la boca, y la segunda, un sentimiento.
Las palabras que definen sentimientos son muy vagas; es mejor evitar usarlas y atenerse a la descripción de los objetos, de los seres humanos y de uno mismo, es decir, a la descripción fiel de los hechos.
Cuando la leí, al principio de la primera novela, pensé: bien, correcto, me gusta, la literatura despojada me gusta y además Agota te mete una poética en medio de la novela. Me gusta la literatura despojada, sin miramientos, que no se recrea en si misma, que te destruye sin pensárselo. Pero esta apuesta por la verdad en El gran cuaderno sirve para abofetearte en las dos siguientes novelas, La prueba y La tercera mentira, sobre todo esta última.
La poeta Layla Martínez se ha leído Claus y Lucas al mismo tiempo que yo. A ella también le ha supuesto un golpe en toda la línea de flotación, como supongo que le pasará a todo aquel que se acerque a estas páginas. En la breve reseña de su blog señala que El gran cuaderno es tan perfecta que los otros dos resultan casi innecesarios. Disiento con Layla, es precisamente tras la perfecta primera novela que los palos empiezan a caer todavía más fuerte y debido a cómo Agota va retorciendo la historia desde distintos puntos de vista y recreando distintas versiones nos enfrentamos al fracaso de la memoria, de la verdad, pero sobre todo el fracaso de encontrarnos con las palabras, de la necesidad de encontrar una historia común que nos diga (de forma desesperada) para poder estar juntos y de la imposibilidad de esta historia, del horror de los puntos de vista, de la masacre de las versiones, de la ansiedad al estar perdido en historias que nos acercan y nos alejan los unos de los otros sin una lógica a la que agarrarnos, como la Historia, como la vida.
Termino de escribir esto al día siguiente, en el mimo café, frente a las mismas vías. Vuelve a hacer mal tiempo como la noche en que Roger se cayó por la ventana en este verano disfuncional. Léanse Claus y Lucas; es un libro que emociona, una palabra que hemos erradicado un poquito del arte y hay que traerla de vuelta; Agota Kristoff lo hace, sin describir emociones, no como yo.
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